Llegado el momento, un escritor que cree en su oficio da el salto de fe: se arroja a esa sustancia informe que es el futuro, armado de una visión en la que experiencia y escritura son pan y vino para el camino. Lo que resulte de ese arrojo, sin embargo, no es responsabilidad única del autor. Leonardo Padura (La Habana, 1955) recuerda que ese salto lo dio una tarde mientras caminaba de regreso desde el diario en el que trabajaba hasta su casa. Acababa de recibir $ 400 por la venta de los derechos de una de sus novelas y pensaba que, en adelante, si todo seguía así, la escritura tendría, como hasta entonces, ese lugar luminoso pero mínimo de los fines de semana. En casa, entregó el dinero a Lucía, su esposa desde hace cuarenta años, y fue directo a colocarse frente a la máquina de escribir. La lucha empezaba. «No tenía más plata hasta quien sabe cuándo», dice ahora Padura, uno de los escritores de habla hispana más conocidos en el mundo, al recordar ese tiempo.
Tras publicar su novela El hombre que amaba a los perros y la serie policial que tiene como protagonista al detective Mario Conde, la literatura de Padura se ha vuelto referencial para entender distintas dimensiones del ser humano: aquellas que dan cuenta de una generación cubana inserta en la Revolución y testimoniando cambios radicales de la noche a la mañana, y las que reflexionan sobre las preocupaciones identitarias, sociales, económicas e históricas de hombres y mujeres de toda condición.
A su paso por Managua (Nicaragua), donde participó en el festival Centro América Cuenta, Leonardo Padura anticipó reflexiones alrededor de su oficio, previo a su visita a la Feria Internacional del Libro de Guayaquil en septiembre.
A veces te sorprendes narrando anécdotas de Mario Conde (personaje de tus novelas policiales) como si fueran tuyas. ¿Con el tiempo, esa línea entre ficción y realidad tiende a desaparecer?
El escritor tiene que saber que entre realidad y ficción hay una frontera muy tenue pero que debe respetar. Este principio está en la conciencia. Pero a veces, en la subconciencia ocurren escapes, filtraciones, de las que uno ni se da cuenta. Me ha pasado con el personaje Mario Conde. Una larga convivencia con él me ha servido para narrar historias de la realidad cubana, de los conflictos de mi generación, de la situación que viven los cubanos actualmente, etc. Todo eso está en las novelas tamizado por la sensibilidad de Mario Conde. Ya van ocho novelas en las que aparece, y Conde ha envejecido junto conmigo: ha cambiado, su manera de pensar ha evolucionado. Esta relación se ha hecho mucho más intensa, y me ha servido para hablar de cosas tan disímiles como la relación con los años que pasan, con la literatura, con Hemingway, con la religión, con la amistad, con la política. Muchas veces esa cercanía ha estado marcada porque a través de Mario Conde expreso mis pensamientos. Y a veces ha ido más allá: en el sentido biográfico le he traspasado a Conde algunas de mis historias, de mis creencias, de mis vivencias personales, y ha resultado armónico porque ha sido natural ese trasvase de las preocupaciones, las experiencias del escritor a un personaje que siempre ha sido muy cercano.
Te consideras un escritor con poca imaginación y le das más peso al papel de la investigación. ¿Cómo convive tu relación creativa con la tarea investigativa?
Las historias, los procesos y momentos históricos que he investigado y escrito, me han hecho evolucionar como escritor y como ser humano. El conocimiento de otras realidades, mundos y personas, a veces cercanas en el tiempo y en la geografía, a veces más lejanas, te da una dimensión humana que te orilla a un proceso de desapropiación. Cuando escribo, por ejemplo, asuntos que están relacionados con la historia, tengo muy claro que el proceso implica una investigación profunda, un conocimiento exhaustivo de ese momento y de las personalidades que se mueven en ese momento. Todo esto lo coloco en el universo especial de la novela. No soy un historiador. No soy un ensayista, aunque pueda practicar la historia o el ensayo. Cuando escribo novela me apropio de todas esas informaciones, del conocimiento que he adquirido, y lo convierto en materia literaria: lo paso por mi sensibilidad y preocupaciones. Y eso hace que haya una relación de doble vía: una relación dialéctica, muy tensa, entre lo que yo le pongo a esa realidad y lo que esa realidad me entrega. Hay que establecer límites totalmente definidos. Cuando me refiero a la historia soy muy respetuoso en torno a la esencia de esos procesos históricos. No los altero. Los respeto. Y dentro de ellos creo situaciones, personajes, que pueden existir en esos momentos históricos, a partir del conocimiento que he adquirido previamente.
La tuya es una generación cubana que vivió, en tiempo real, los cambios de la revolución. ¿Cuál es el ritmo interior que ese tiempo ha plasmado en tu escritura?
Más que un ritmo es una especie de sinfonía. Porque en la voz que se escucha en mis novelas está la síntesis de muchas voces. Mi experiencia vital es muy normal. Soy un hombre que, afortunadamente, ha tenido una vida muy normal, con las tensiones propias de la existencia de cualquier individuo en un país que tiene características muy peculiares como Cuba. Pero me he nutrido de historias de muchas personas, eso es propio del ejercicio literario, y todas ellas hacen esa sinfonía de la que hablo. Ese coro, esa combinación de instrumentos, da una visión general mucho más completa de lo que puede dar una simple experiencia personal. Y esto es un ejercicio constante en mi novela. Mario Conde, por ejemplo, es el personaje, pero también es el centro de un grupo de personas, y las voces de ese grupo son muy importantes a la hora de dar una visión de lo que ha sido la historia, de las experiencias de mi generación en Cuba.
Tu cercanía con novelistas norteamericanos como Dos Pasos, Auster, Salinger, caracterizados por un lenguaje directo en la construcción dramática, ¿es una elección consciente o surge de forma diferente en un medio como el caribeño?
Una pregunta complicada porque ahí se unen varios elementos en los cuales lo consciente y lo inconsciente, lo buscado y lo encontrado, dan carácter a esa cercanía con determinado escritor. Encontré en la novela norteamericana del siglo XX una forma de expresión que me gusta mucho porque me interesa escribir y contar historias. Trato de que sean lo más elaboradas posible, pero nunca convirtiéndose en un escollo para el lector. Escritores como Lezama y Sarduy, que pertenecen a la tradición cubana, son escritores cuya lectura siempre está marcada por la dificultad en la comprensión. Por la utilización de un lenguaje y una estructura que, a mi juicio, son poco novelescas. Estoy más cerca, en el caso de la tradición cubana, de Carpentier o Guillermo Cabrera Infante, que de Lezama o Sarduy. Y en general de escritores de esa novelística norteamericana del siglo XX que me han demostrado que son los que mejor saben contar historias. De todas maneras también me he nutrido en la parte estilística, en la selección de un vocabulario, de los grandes autores de la lengua española como Rulfo, García Márquez, Vargas Llosa, autores más contemporáneos e incluso autores cubanos de mi generación.
Sin embargo, hace unos años estás barroquizando tu escritura. ¿Qué se ha modificado en ti para se modifique el lenguaje?
Creo que es parte de una evolución. Soy un escritor que durante los últimos 25 años ha escrito toda su obra novelística combinada con el ejercicio periodístico, ensayístico, como guionista de cine, y todo eso ha generado una evolución. Ese estilo un poco más barroco que he ido adquiriendo tiene mucho que ver con el dominio de un lenguaje, de una estructura narrativa y de una necesidad expresiva. Siento que tengo que decir tantas cosas que exploto al máximo las posibilidades del lenguaje y trato de decir todas las cosas que puedo, teniendo presente que la principal función de mi literatura, o la que espero sea la principal función de mi literatura, se realice en la comunicación con el lector. No en el desafío al lector, sino en la comunicación. Eso no quiere decir que no le ponga algunos obstáculos a los lectores: los haga pensar, moverse a través de la historia, eso es muy importante para mí. Cuando terminé de escribir El hombre que amaba a los perros, que es una novela con una lectura bastante complicada, mucha gente decía que leyéndola había entendido mejor qué cosa había sido su vida. Eso es lo que trato de hacer: explicarles a los lectores, a través de la creación artística, elementos de la condición humana y de la historia de esa condición que nos afectan a todos.
¿La técnica que usas en El hombre que amaba a los perros implica la conciencia de manipular al lector?
Creo que todos los artistas somos unos manipuladores. Manipulamos la realidad y luego manipulamos la percepción de esa realidad por parte de nuestros consumidores. La arquitectura de una novela es fundamental a la hora de conseguir esa cercanía, que termina o puede terminar siendo una manipulación para el lector, pues lo introduce en un edificio del que no sabe cómo salir. En cambio, si desde la entrada ves el orificio de salida, se pierde determinado misterio y el paso hacia la salida es demasiado fácil. Pero, si en el medio colocas desviaciones a ese camino y el lector siente que tiene que pensar para volver a encontrar, como diría Dante, la recta vía, es una forma de llevarlo por caminos que tú elijes. En esencia esa es una forma de manipulación.
Ramón Mercader, a diferencia de Trostky, carecía de fuentes biográficas que detallaran su historia. ¿Cómo ayudó la investigación para insertarlo en la novela?
Implicó una enorme investigación del contexto histórico en el que vivió Mercader. A partir de la escasez de datos tenía que encontrar los posibles movimientos y actitudes de su personaje. De los tres protagonistas de la novela, Trostky, el cubano Iván y Mercader, este último está totalmente novelizado. A pesar de que Iván es un personaje totalmente de ficción, parte de una realidad conocida, vivida, y lo siento como alguien que existe. Para crear a Ramón, sin embargo, tuve que hacer toda una construcción a partir de personajes semejantes, que pudieran haber tenido una inquietud similar a la suya y buscar elementos que le dieran corporeidad a ese fantasma que fue y, todavía, sigue siendo Ramón Mercader.
¿Esa convivencia entre lo real y lo ficcional, es una condición que define nuestra identidad como individuos?
El conocimiento del otro es una aventura que no termina nunca y que es muy difícil de poder realizar con absoluta certeza. Cuando hablo de esto siempre recuerdo una frase de mi esposa. Tenemos una relación de casi cuarenta años, toda mi vida adulta la he hecho con ella, y ella conmigo, y cuando discutimos ella dice una frase que me aclara hasta qué punto las personas pueden entender realmente a las otras. «Es que tú a mí no me conoces». Cuando Lucía me dice eso, me doy cuenta de que es cierto, que uno piensa por el otro a través de la experiencia de uno. Tratar, en el trabajo novelístico, de meterse en la piel del otro es un ejercicio más complicado todavía, y más si ese otro está en las antípodas de lo que es uno, como en el caso de Mercader. Tratar de entender y construirlo fue realmente complicado aunque muy satisfactorio en términos de creación literaria, pero, en términos de conocimiento del individuo, creé un Mercader posible, pues los seres humanos somos insondables y a veces, o más terriblemente, no nos conocemos ni nosotros mismos.
Hemingway decía que el periodismo ayuda a un novelista sobre todo si sabe cuándo dejarlo. ¿Cómo le ha aportado tu condición de periodista a tu novelística?
Mucho. En los ochenta entré a trabajar en un periódico y en el 83 terminaba mi primera novela, Fiebre de caballos, que es una novela de aprendizaje para el personaje, para mí como escritor. Allí se condensaba el ejercicio de años como reportero: escribía largos reportajes sobre personajes, historias, lugares de Cuba poco conocidos, que estaban al margen de la historia oficial; un tipo de periodismo en el que ensayé mis armas como narrador. Eso me permitió, seis años después, escribir Pasado perfecto y tener mayor dominio de mi oficio como escritor. Entre una novela y la otra está ese ejercicio periodístico que significó un proceso importante de crecimiento y maduración de mis capacidades como escritor a partir de las experimentaciones con el lenguaje, con las estructuras, con la investigación que hice en mi trabajo periodístico.
Has construido un espacio de creación en Cuba concentrado en tu trabajo con la historia y el lenguaje. ¿Qué ha sido necesario para sostenerte tras ese objetivo?
Es fundamental la disciplina y la persistencia. Con toda seguridad no soy el escritor más talentoso de mi generación en Cuba pero soy seguramente el más trabajador. Y si algo me caracteriza es la persistencia. A las cosas que no he podido llegar, cosas que he deseado mucho y no he podido alcanzar, no ha sido por falta de esfuerzos, sino por incapacidad. Lo más traumático que me ha ocurrido en ese sentido fue mi sueño de juventud de querer ser un buen jugador de béisbol. Hice mi mejor esfuerzo, pero no lo alcancé por falta de capacidad. Y en la literatura me dije en un momento: no puedo estar tratando de tocar muchos pianos a la vez, tengo que concentrarme en uno, hacerlo con disciplina, con sacrificio. Han sido varios años de mucha concentración: dejar de lado muchas tentaciones en todos los sentidos de la vida, desde la diversión hasta la distracción en otras posibilidades económicas que, quizá, hubieran sido mucho más satisfactorias, momentos en que se me han acercado productores de televisión con el propósito de que escriba una larga novela para la televisión con la cuál podría haber ganado mucho dinero, pero he preferido escribir una novela que me pague poco, pero que me permita hacer algo que es lo que yo quiero hacer. Y esa concentración, esa persistencia, ese saber que en un momento determinado no tenía editor, no tenía dinero, no sabía qué iba a pasar con mi vida, pues yo quería escribir, me llevaron a caminar, con toda conciencia, hacia la punta del trampolín y dar el salto, sin mirar hacia abajo.
Afortunadamente abajo había un agua amable que me recibió, me dio calor, me dio impulso y me permitió hacer esa construcción que ha sido mi trabajo de estos años. Los resultados que se han visto después han sido fruto de esa disciplina y esa persistencia que me ha acompañado.